EL TAMBORCITO Seguramente no había cuarto ea la ium«ü8a casa de Tecindad, que no tuviera au representación en aquella escogida banda de tambores que llenaba la calle de redobles, desde las primeras lloras de la mañtLua hasta las diez en punto, en punto, en que se cerraba la puerta. Los pobres pon muy fecundos; rara era la familia albergada en la enorme colmena que no contara eon uno ó dos chiquillos, y todoá eltoi formaban en el fiero pelotón que se pasaba el día en el arroyo alborotando con sus cajas. Allí estaban el pelirrojo de la planchadora, el negrucho de la asistenta, elangelillo blanco de la cigarrera, el grandullóa del sastre. ¡Ninguno, ninguno ftitaba!... Pero pí, sí faltaba uno! L\ msnndeneia palidita del niño de la guardilla número 3, donde vivía la viuda del cesante, que salía á pedir limosna en cuanto entraba la ncche. ¡Buenos ojos se le iban á la tierna criatura tras de los tambores, cada vez que se encontraba 4 la banda de chiquillos! Por su gusto aabríase iucor} orado al pelotón; pero él no estaba criado con la absoluta libertad de aquellos gorriones-de delantal j perneras remendadas, que se pasaban el día redoblando, y su madre no la consintió nunca que se agregara al íeliz grupo. Los oía desde su guardilla al salir golpeando ea las cajas, y luego volvía á encontrarlos cuando dejaba, con. su madre, el desmantelado tabuco para ir á tender cna malo suplicante en una esquina y desde la sombra. El pobre niño contaba ya diez año*,. Aunque no pudiera definirse las cosas con claridad, veía ¿ bu madre llorar, veía el horrible desmantelamiento de su casa, en la qne no había ni un;. mueble, veíase á eí mismo implorando una linjosna, y comprendiendo su situación se calló tjn desee imperioso que le abrasaba el pecho: .-poseer una caja. Una vea sola la voluntad le . flftqiieó, se le impuso su infancia y exclamó, sugpir¿n|o; ¡Si yo tuviera un tambor!,.. Abajo, en la callease oía en aquel instante un buen redoble. La üftífóz mujer adivinó toda la tristeza posada en el sorazón de su hijo y no pudo contenerse. Le abrazó entre na diluvio de lágrimas, se lo comió i besos y le dijo con un arranqna de iracundo dolor: ¡Yo te lo compraré! Pero la infeliz criatura no se hizo ilusione?. ¿Coa qoé dinero?— pensó. Aquel día da Navidad, coa asombro del muchacho, su madre le permitió incorporarse, demirón, á la banda: después de todo, nbííéra el único chico que no tocaba; los abaadonádos son muchos. Ella tenía que salir, que ir í una ofiícina donde servía un antiguo empleado amigo de su esposo y que de seguro la socorrería, Encargó á Ja portera que echara de cuando en cuando un vistazo al niüo, y aunque él se resistió á quedarse solo, la golosina de los tambores le sedujó y concluyó por conformarse, y aña por sentir aús gran alegría de ver realizados, á medias, sus deseos, ¡Vuelvo pronto!, le dijo la pobre mujer, y se marchó. Sofp que no fué & ninguna oficina, ni á buaoar á rÚDgon amigo de su esposo, porque ya sabia qne todas las puertas estaban cerradas para ella; sino sencillamente ¿ pedir una Kmosnu á los transeúntes. Jamás había tendido la mano á la luz del sol: la noche y la espesa mantilla se han hecho para estos vergonzantes dolores en que se conserva el pudor del hambre. Paró aquella singular oonforroidad de un nifio con su desyntura, impropia de sus impacientes aíloa infantiles, la 1 impulsó á lo que no logró nunca la miseria. Así, Iocb, febril, coa cierto paso de sonámbula, se handió^enire la muchedumbre que invadía la plasa de Santa Cruz, murmurando algo á los tranbeuntes que ni ella misma sabia lo que era, demiÉmiándo el óbolo de la piedad, más con el rostro lleco de angustia, con los ojos desesperados que con la lengua. Algunas veces la entraban tenfaeiones de robar un tambor á los niños qne á su lado pasaban tocando. Entonces cootaba mentalmente y confrontaba con los dedos dentro del bolsillo el dinero recaudado on su peregrinaeióo. Cadsf.cóatimo conque aumentaba su tesoro la produoíá un espasmo de regocijo, Al cabo de un par de horas llegó á leuir una peseta, tenía bastante para" realizar su plan. Apartaría uu real, ¡qué menos!, con destino á la cena, y con el resto compraría el anhelado instrumento, sorprendiendo á la criatnra eon semejante inesperado regalo. ¡Qué alegría iba á tener al recibirlo, y como la latía el corazón al considerar que por £n sería su pequeño, por' derecho propio, uno de tantos en la banda de la calle! Dirigióse al puesto en que los había oido pregonar más baratos, pero en el camino la asaltó un escrúpulo natural: el de que vislombraran que aquella cantidad, ea la que había buen número de piezas de á céntimo, estaba reunida pidiendo limosna: sus arreos destrozados no dejaban lugar á duda. Temió á la grosería del industrial; era impropio, con las huellas del hambre en el rostro, gastarse en un tambor el dinero del pan. Retrocedió entonces, y no conociendo por allí á nadie que quisiera hacerlafel íavor, se entró ea el primer comercio de los que por allí encontró al paso y suplicó humildemente que la cambiaran en plata la calderilla. ¡Ya estaba vencido el obstáculo! Anhelante y sudando de emoción, volvió á la plaz* de Santa Croz á escape, como si temiera que de repeate no quedara á la venta ni ua solo tambor, apartando á la gente y sintiendo no tener una fuerza sobrenatural para horadar la muchedumbre, se plantó á la postre ante el puesto, ajustó con voz t-émula una de tas cajas más humildes, y sacando del bolsillo su peseta, que tañía cjgüa coa la mano, pagó. Y entonce-) suco tió uaa cosa hirrible. El vendedor miró ía moneda, y con arranque impetuoso cogió el instrumento, agarró por una muñeca á la pobre mujer, que le miró con horrible espanto, y gritó: — ¡Ahora te darán á tí los guardias el tamborcito!... ¡Esta peseta es falsa! - Alfonso PÉREZ NIEVA. Cuento de uü viejo La Góndola de Quiñones, con galante complacencia, daba con mucha frecuencia en su palacio reuniones. Hoy ya no las da, y me extraña, mucho más, cuando decían que en su casa se reunían chicos y grandes de España. De la Condesa el prurito consistía en dar soirées, comidas, helados, tés... y otras cosas que aquí omito. Ea uaa de las renaiones tan digaas de su opuleacia, distinguidar canGurreaeia "se dió cita ea sus saloaes. JCdtaba erHotel divino. ¡Con qué primor todo ello! Abundaba el sexo bello y el íexo sietemesino. Deiipuós de la medianoche ' ' se marcharon muy prudentes muchísimos concurrentes de los que tenían coche. Un jovefl, que á la nobleza quería pertenecer, pero que debía ser barón... por naturaleza, al despedirse aotó la falta de sn sombrero, y dijo a l lacayo;— ¿Pero dónde has puesto mi chapeau?... No hagas que caro te cueste: — y el criado, que era un tuno, cogió de la percha dao cualquiera; y le dijo:— ¿Es éate? — Quita— lebpoadió ai instante el dandy; — yo no ma llevo eso; mi sombrero es nuevo; es ün sombrero flamante. — Y le dijo sotto voce. disculpándose, el criado: — Los nuevos se han acabado á las doce de la noche. Gonzalo CANTÓ, A las tes va la rniia A LA UNA. Por no sé qne desazón estando na día en Paleacia, iiuve la horrible intención de echarme por uñ balcón y dar fin á mi existencia. Pero lo juzgué locura, hija de un delirio extraño, al pensar, con gran cordura, que me iba á hacer mucho daño cayendo de tanta altura. Á LAS DOS Otra vez, estando ea Soria por razón muy parecida dije: Aiiós, vida irrisoria, voy á dejarte en seguida, y aquí paz y después gloría. Hice na lazo ea ua cordel, y ya puesto el cuello en él también desistí de aquéllo al notar que el lazo aquel me apretaba mucho el cuello. Á LAS TRES Con mi constante manía de morir, porque otro día me llamó mi novia f ¡ingrato!» dije: ¡Vaya,' no hay tu tía! Ahora es de veras ¡¡me mato.'! Y me he casado, hará un mes el día de San Andrés. Quien va del peligro en pos al fin su víctima es /porque lo que está de Dios/...,. Yo el fatalismo no admito mas cuando en ello medito nó hago más qne repetir: ¡Ay.' Si esto no estaba escrito, /¡es que lo ibau á escribir/! Felipe Péhez y González. los 'recursos de unasnem La eleístficidad tenía' trastornada á Purita. De3dñ: aquel fausto día que á través de una ventaniliá vió los ojos melancólicos y el color quebrado por el abuso de la fe aula de la patata de Joaquífit -ÜodajaB, auxiliar de Telégrafos, de punto ea iá^Centrai de ídem, solo pensaba la anémica j o vén en los acumuladores, manipuladores, coamufjSdores, transmiaores y otros ores que no son de!>oaso citar. Y eso 'que doña Casta, su mamá, á la vez que de otros -veintidós pimpollos, no obstante el nombre, se «puso desde el primer instante á que Purita se dejara electrizar por aquel joven que asaba corbata verde y guantes de cochero, eou vistas al Rastro. . Pero -como dijo Hartzenbusah: «Todo lo puede el amor, ó ía pata de cabra. > Que qujeras qne no, doáa Casta tuvo que resignarse éon su suerte, y sufrir aquellas relaciones. ; Eaíí"sí; ,}Á madre de lo¡ veiatiia ángeles que con Purítíf, compartía 'Ifia.sei.s mil. reales de la viudedad, so apoderó de .los hilos de aquéiiosamórei, y no hay que decir siquiera donde trataba don.?, C&^tii* de establecer uaa estación telegrá- ficsr**-'*^ * '■ ■ - 4 La calle de la Pasa era su sueño dorado. Cuaado Purita íuese telegrafista coaaorte, reformaría doña Casta, seguramente, el juicio que hasta entonces Joaquinito le merecía. Porque e*o ya es sabido: las madres con veintidós bocas no aspiran á otra cosa. Un yerno siempre es un yerno; y mil pesetas con descuento son siempre convenientes, puesto que con las mil y pico de la viudedad constituían una base para vivir eon más ó menos trampas y vilipendio. Todo marchaba á pedir de boca. Joaquínito, acosado por "doña Casta, habia ofrecido solemnemente aceptarla blanca mano de Purita; mas no se daba prisa a casarse, según decía, porque el méiico le aconsejaba tomar antes reconstituyentes. Así las cosas — aquí entra la parte melodramática de mi historia — un día recibe doña Casta uaa carta del interior, y ¡horror! cae desplomada sobre una butaca, precisamente en la que había dejado el sombrero D. Félix del EonquiÜo; compañero de armas del ditunto, y gran admirador de doña Casta, á cambio de alguna copa de triple coa que ésta la obsequiaba cuando estaban solos. ^-Es preciso tomar una determinación, vociferó doña Casta cuando volvió en sí, después de aspirar la pipa de D. Félix, qne fumaba de la Arrendataria, Y allá fué con Purita á la Central, donde hacía guardia el infiel. Lo que pasó, no es para contado. — ¡Infame! ¿Couque tiene usted un hijo? — ¡Uu hijo! repitió Purita. — ¡Couque me engañabas! gritaba la futura suegra. — ¡Nos engañaba! decía la novia. — ¡No has de burlarte de nosotras! Y Joaquinito, que no tenía ningáa hijo conocido, estaba como si Mencheta le acabase de dejar en la taquilla todos los telegramas de ua año. — Yo te arransaré loa ojos, paire desnaturalizado. ¡Con qué reconstituyen teo! juraba dsña Casta. ¡Fíese usted de los jóvenes por reconstituir! Joaquinito, no sabiendo que hacer viendo á su suegra tan indignada y á su Pura tan afligida, rompió á llorar, y juró sobre el teclado de un Hugues no haber tenido parte alguna en la formación de aquel hijo que le achacaban. Un mes después se establecía la estación telegráfica en la calle de la Pasa, y doña Casta decía á su hija en voz tan baja, que ésta apenas pudo entenderla. — Si no llega á escribirme el anónimo, ten la seguridad de qne te quedas sin novio. Y añadió; exhalando un suspiro; — ¡Sólo siento el mal rato que pasó Konquillo! SALTARÍN, Después de uná interminable jornada por carrekra, se detuvo la colunua en na pueblo de Msierra, donde el general dtapuao que pernoctase ía áierza, para emprender la lornada tempranito y con lafreaca, Teuía el cabo HHmírf z ta] partido con las hembras, que no había en el efército quien, cual Ramírez, hubiera conseguido más victorias^ - en el ramo de domésticas, y así lo justificabau los cien pañuelos de seda que llevaba en su mochila como trofeos de guerra. Por eso, al Ter á la kija de su patrooB, una bella zagala de quince abriles rubia como las candelas, esbelta como una palma y alegre como una fiesta, el aguerrido Ramírez puso sitio en toda regla á la preciosa zagala. que era orgullo de Ja aldea, y con palabras dulcísimas de esas que hasra el alma llegan y con miradas que abrasan y con suspiros que queman. tras pertinaz y empeñada lucha de ataque y defensa; logró el bueno de Ramírez que fa~mñcli'&clr8-'i-e--ái$£*> una cita á medianoche, " ' en donde pudiera verla ^ sin testigos importunos y sin miedo á una sorpresa, ■ Nadie sabe por qué medios se enteró el sargento Oteiza de la conquisfcB que el bravo Ramírez tenía ea puerta; lo cierto es que aquella aoche, poco antes de la retreta, le llamó á su alojamiento y le habló de esta manera: —Cabo Rimírez, me haa dicho, y bueno es que osted lo sepa, qüe para esta misma noche nuestro general proyecta un simulacro de ataque cuando la columna duerma. — Está muy bien. — Es preciso qüe vigile usted la fuerza, que cada uno esté eu su puesto, que todo Cristo esté alerta, y á formar en el instante en que suene la corneta. Vaya usté á cumplir mis órdenes. — Con permiso. —Y cada media hora me dará usted parte de todo lo que suceda. Marchóse el cabo Ramírez, renegando de su estrella y del sargento importuno que asi Je aguaba la fiesta, á cumplir sn cometido •on la más ciega obediencia. Pero como el tal sargento era un pájaro de cuenta, temeroso el buen Ramírez de una maniobra pórfiia, adoptó la* precauciones que la prática aconseja bu tales asuntos, para evitar una sorpresa. Al sonar las doce en punto en el reloj de Ja iglesia, y mientras el pobre cabo visita los centinelas, va el sargento á toda prisa al sitio en que, por ka señas, la encantadora zagala á su trovador espera. Llega al lugar de la cita, se detiene ante uaa reja, escucha, tose, estornuda y aguarda con impaciencia. Después, goznes que rechinan, puertas que se abren y cierran, una mujer que se asoma, una mano que hace señas, dos corazones que laten, dos almas qne se contemplan, dos suspiros que se pierden y dos besos que se encuentran... Y en esto, cuando la luna va á ocultarse por prudencia entre ]o& ÍLtauteg pliegues